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Libro Los Organizadores Del Desarrollo Psicomotor Chokler

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LOS ORGANIZADORES DEL DESARROLLO Dra. Myrtha H. Chokler Scarica l'allegato originale Los Organizadores del Desarrollo Un enfoque desde la neuropsicosociología para la comprensión transdisciplinaria del desarrollo infantil temprano Dra. Myrtha H. Chokler El desarrollo de la persona a lo largo de su vida, muy particularmente desde la primerísima infancia - la protoinfancia- implica un proceso de organización progresiva y de complejización creciente de las funciones biológicas y psicosociales. Comprendemos el desarrollo como el conjunto de transformaciones internas que permiten al sujeto la adquisición de las competencias necesarias para ejercer progresivamente actitudes cada vez más autónomas. El desarrollo constituye también el camino que parte de una sensorialidad, una sensibilidad y una motricidad predominantemente dispersas, disgregadas, fragmentadas en su inicio, a la construcción del sentimiento de unidad, de continuidad y de cohesión de sí mismo, la constitución del Yo y las raíces de la identidad. La ciencia ha demostrado cuáles son las necesidades esenciales para el crecimiento y la maduración, sus períodos críticos, sensibles, y las condiciones materiales, afectivas, culturales y sociales imprescindibles para que esas potencialidades se expresen en la realidad cotidiana desde los primeros años de la vida de un niño. También se fue develando cuáles son las consecuencias, las secuelas a corto y a largo plazo de la carencia, cuando las múltiples necesidades no son esencialmente satisfechas durante las etapas críticas. Basándonos en el concepto de E. Pichon Rivière sobre el sujeto como emergente de sus condiciones concretas de existencia y, a su vez, como productor activo de transformaciones en el medio, sostenemos que: “El proceso de constitución del sujeto humano es producto de una compleja transformación evolutiva. Lo biológico, entre ello lo neurológico, constituye la base material para las relaciones adaptativas con el mundo externo. Aun dependiente en gran parte de lo genético y de lo congénito, lo biológico está a su vez entramado en la urdimbre social que realmente genera a la persona. Persona que desde el nacimiento es comprendida como un ser completo, constructor activo, aquí y ahora, de sus relaciones en cada uno de sus estadios y no sólo un proyecto futuro a devenir, a construir o a destruir. También sabemos que las sociedades, y dentro de ellas las capas dominantes, van “modelando” sus “sujetos funcionales” a través de pautas de crianza, de programas de educación, de medios de información, de la formación académica de los profesionales, del auspicio a algunos desarrollos científicos y no otros, de la difusión de creencias, de mitos, de ciertos valores sociales, que constituyen, en su conjunto, de manera compleja y heterogénea, lo que denominamos las Representaciones Sociales del Orden Simbólico. En cada práctica de crianza y/o de educación subyacen respuestas implícitas, más o menos conscientes, a estas dos cuestiones: 1 - ¿Qué hombre, y por lo tanto qué niño queremos ayudar a ser y a crecer? ¿Un sujeto autónomo, libre, con confianza en sí mismo y en su entorno, en sus propias competencias para pensar y elaborar estrategias para la resolución de problemas y conflictos, un ser abierto y sensible, comunicado y solidario? ¿O un ser sometido, obediente, dependiente de la autoridad y del reconocimiento permanente del otro, temeroso al castigo y anhelante del premio, un ser competitivo, exitista, desconfiado de sí y de los otros, rivalizando para ser “el primero”? 2 – Entonces, ya conscientes de nuestra elección nos planteamos ¿cuál es el rol del adulto, de la sociedad, de los profesionales para salvaguardar el respeto por la persona desde la niñez más temprana y su derecho a ser reconocida en su singularidad, como quien es, tal como es, más allá de la diferencia o de la discapacidad? Frecuentemente comprobamos que algunas propuestas de crianza y educación temprana, en particular en las situaciones de alto riesgo psicosocial que vive actualmente el conjunto de la población, facilitan, por desconocimiento o por desborde emocional, la reiteración de prácticas no respetuosas de las características madurativas y psicológicas de cada niño en su originalidad como sujeto. Estas prácticas fomentan la dependencia excesiva, o una seudoautonomía, la masificación de los vínculos, la anomia, a veces la hostilidad, la humillación o el no reconocimiento elemental del niño que es, quien se ve abrumado por el que debería ser, presente en el imaginario de los adultos. “Las dificultades a nivel de la motricidad y de la actividad en niños, en particular la hiperkinesia, el déficit atencional, la abulia, la falta de iniciativa, el abandono de sí y la agresividad son muchas veces gestados o facilitados desde modelos de crianza, de atención y de educación donde el permanente hacer y tener aparece como un valor sustitutivo del ser. La persistencia de esta modalidad va delineando personalidades del tipo “performante”, “exitoso”, en las cuales la actividad compulsiva, que brinda finalmente escasa satisfacción, es seguida de una sensación de vacío que se intenta colmar desde la hiperactividad frenética, la agresión, el aislamiento o las adicciones.”(J.M. Hoffmann, 1994) Nuestra concepción de sujeto - que se apoya evidentemente en una elección ética y epistemológica - reconoce al bebé como un ser activo, abierto al mundo y al entorno social del cual depende, capaz de iniciativas, sujeto de acción y no sólo de reacción, como ser pleno de emociones, de sensaciones, de afectos, de movimientos, de miedos y ansiedades, de pensamientos lógicos con una lógica a su nivel, capaz de establecer vínculos, intensamente vividos en el cuerpo, porque el bebé es todo cuerpo. El protoinfante es un ser que se desarrolla como sujeto a partir de otros, con otros y en oposición a otros, mientras va otorgando sentido y significación a su entorno con el que establece intercambios recíprocos. Pequeño, fuertemente dependiente, pero persona entera siempre, más allá de la normalidad o de la patología, más allá de lo que tenga o de lo que le falte. Inevitablemente en interacción con un medio que lo anida, éste facilita u obstaculiza, “modela” las “matrices de aprendizaje” para que produzca en sí mismo la serie de transformaciones sucesivas que constituyen su proceso singular, original, de crecimiento y de desarrollo en tanto individuo, ser y devenir sujeto histórico y cultural, en el pasaje progresivo del predominio de la dependencia al predominio de la autonomía”(M. Chokler, 1998). Los Organizadores del Desarrollo Este proceso complejo se produce por la interrelación dialéctica de factores estructurantes que, operando como Organizadores del Desarrollo (M. Chokler, 1988) facilitan, ordenan u obstaculizan las interacciones del sujeto - en este caso el recién nacido y el niño pequeño - con su medio, esencialmente humano, pero también material y cultural. De la calidad con la que se imbrincan y operan estos factores organizadores, a partir de la estructuración biológica originaria, depende el curso del desarrollo. Primer Organizador: Vínculo de apego El niño desde el nacimiento es competente para establecer relaciones afectivas con el entorno. Los lazos primordiales con los adultos que lo cuidan, constituyen el vínculo de apego (J. Bowlby,1976). Su función es proteger, contener, sostener y tranquilizar al niño en su contacto con el mundo, que, por ser nuevo y renovado permanentemente, le despierta curiosidad, interés y también inquietud, alarma y ansiedad. “Aunque el niño tiene una tendencia genética a promover la proximidad o el contacto con una persona y apegarse a ella también hay un aprendizaje de la función y es evidente que ésta se va desarrollando hacia aquéllas con las que tiene más interacción o que le brinden las respuestas específicas más cálidas y adecuadas”(J. Bowlby, op. cit.). Los avatares de dicha interacción con las personas significativas, la calidad predominante de gratificación o de frustración que le aporten: sensación de sostén, de seguridad, de apaciguamiento, filtrando los estímulos invasores, o por el contrario, las vivencias de temor o de ansiedad, están en la base de la construcción de las matrices afectivas, relacionales y sociales que permiten al sujeto sentirse mejor acompañado, confiando en su entorno y seguro de sí mismo o precariamente sostenido y hasta, a veces, perversamente sometido. La constitución del vínculo de apego, con sus cualidades de mayor o menor firmeza, estabilidad y solidez, se realiza cuerpo a cuerpo desde las primerísmas impresiones a través del olfato, del tacto, el contacto, la tibieza, la suavidad, los movimientos, los mecimientos, la mirada, los arrullos, la sonrisa y la voz, que quedan ligadas al placer por la satisfacción de las necesidades biológicas y afectivas. La presencia indispensable del otro unifica la sensualidad dispersa y el espejo expresivo que el rostro y el cuerpo todo del adulto devuelve al niño va otorgando sentido y significación a la sensorialidad y a la motricidad desordenada. Éstas, aun así abiertas al mundo, están al servicio de construir y mantener en lo posible un sentimiento íntimo de integración, de reunificación, aunque fuere precario, frente a la súbita invasión de fuertes estímulos externos y también internos. Así vemos un bebé de pocos días crispar su cuello y sus hombros cuando se lo levanta de las axilas, intentando no desparramarse, no dislocarse ante la falta de apoyatura. Lo vemos aferrarse a su entorno, sin el cual toda vivencia de unicidad, de cohesión resulta frágil. La falta de sostén físico y emocional, de contención, ataca su frágil estado de integración, de unificación, provocando sensaciones caóticas de desborde y de disgregación de sí con una activación excesiva de las ansiedades primitivas que han sido descritas, entre otros, por D.W. Winnicott (1958). Toda experiencia vivida como invasora, nociva, desagradable – el hambre intensa, por ejemplo- o toda vivencia inesperada, dolorosa o brusca, como la hiperestimulación sensorial y/o laberíntica de los giros, los desequilibrios, las sacudidas, la inestabilidad de apoyos suficientes, los cambios rápidos de posición, en los que pierde los referentes espaciales, propioceptivos y visuales, sin alcanzar a prepararse para su secuencia ni pudiendo captar su sentido, puede angustiar y desorganizar al bebé, dejando huellas de sufrimiento en el cuerpo, sin imágenes ni representaciones todavía por la precariedad del sistema nervioso y del psiquismo. Este sufrimiento que provoca una desestabilización neuropsicológica del sistema general de adaptación y que puede actualizarse más adelante en trastornos del sueño, de la alimentación, de la conexión con el ambiente y/o en somatizaciones va consolidando una estructura a veces extremadamente vulnerable que pone en riesgo el desarrollo del niño. Al principio de la vida el protoinfante necesita por ello mucha proximidad con los adultos significativos, calma y comprensión. A partir de la sensación de seguridad, de contención y confianza que ellos le proveen va a poder abrirse y volcarse de más en más hacia del mundo circundante o encerrarse intentando defenderse de él.. Pero para garantizar el crecimiento y desarrollo de un niño hay que cuidar fundamentalmente a los adultos que se ocupan de ese niño, porque finalmente nadie puede dar lo que no tiene. No se puede brindar sostén, respeto, continencia, afecto, si uno no se siente querido, sostenido, contenido, reconocido y respetado. El vínculo de apego tiene también como función esencial neutralizar las ansiedades, los temores, el exceso de tensión provocados por el contacto con lo desconocido. Progresivamente, en virtud de la maduración neuropsicológica y de la calidad de la interacción con su medio, el sujeto va a ir transformando sus conductas de apego a través de dos procesos importantes: En primer lugar: la interiorización paulatina de las características de acompañamiento y consuelo de las figuras primarias significativas, y simultáneamente la distanciación progresiva de ellas. Así aparecen en escena el objeto y el espacio transicional. D.W. Winnicott (1972) ha desarrollado el concepto de “fenómeno transicional” para referirse a un espacio de creación ilusoria entre la madre y el niño. El objeto familiar, cálido, investido con las características maternas, es utilizado por el niño como defensa contra la ansiedad de ausencia y separación. Objeto insustituible, siempre único y singular (el muñeco de peluche, un pañuelo, una punta de la sábana, su dedo pulgar) que el adulto reconoce y respeta porque simboliza para el niño su primera posesión. Cuanto más marcado por los signos sensoriales que lo tranquilizan, olor, temperatura, textura, más propio lo sentirá el niño. Nadie más que él puede cambiarlo. Posesión que le permite la experiencia de continuidad de su propia existencia al tiempo que se separa del campo materno. En segundo lugar: recíprocamente, el proceso de separación permite el investimiento afectivo y la distribución de las funciones del apego en otros adultos con los que se familiariza, luego en algunos de sus pares, cargando de significación a los espacios y alas cosas. Este proceso le permite transitar instancias de socialización ampliada con un sentimiento de seguridad y de continuidad de sí mismo y del otro, a pesar de los cambios de espacios y de las transformaciones propias y del entorno. Segundo Organizador: Comunicación

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